Por qué decidí dejar de querer cambiar el mundo.
Descubre cómo una crisis existencial puede convertirse en el inicio de tu soberanía personal y en la clave para vivir con autenticidad.
Antes de comenzar…
Esta no es una publicación más en tu bandeja de entrada. Es un momento para ti. Una pausa sagrada en medio del ruido. Un espacio donde recordamos que el trabajo más importante no es el que hacemos allá afuera, sino el que hacemos adentro, con nosotros mismos.
Aquí no hay fórmulas. Solo verdad, presencia y práctica.
Llegó un momento en mi vida en el que decidí dejar de querer cambiar el mundo. Fue entonces cuando comenzó la segunda parte de mi existencia.
Desde pequeño soñé con transformar la realidad: un mundo sin hambre, en paz, más unido. No era solo una fantasía; era un anhelo profundo que buscaba concretar.
Cuando era niño, vendía algunos de mis escasos juguetes para enviar dinero a los misioneros en África.
En la adolescencia, marcado por la violencia política que martirizaba a personas heroicas en mi país (Italia), comencé a interesarme por los temas sociales y políticos.
Al iniciar mi carrera en el periodismo, escribí sobre secuestros, corrupción y hasta magia. Me veía a mí mismo como un periodista-activista que denunciaba y sensibilizaba. Quería ser parte de la lucha contra la mafia.
A los 22 años dejé atrás a mi familia, mis amigos, mi ciudad, y me mudé a Palermo, en Sicilia. Allí me convertí en asesor del alcalde antimafia Leoluca Orlando.
Fue una experiencia que marcó profundamente quién soy hoy. Una etapa intensa, enriquecedora y cargada de adrenalina. Trabajaba en Palermo en los años en que la mafia asesinaba con coches bomba a fiscales como Giovanni Falcone y Paolo Borsellino.
Todo eso daba sentido a mi existencia. Me hacía sentir importante, realizado.
Más tarde, ya en Nueva York, mientras finalizaba mi doctorado en antropología en Columbia University, me dediqué a los estudios de paz, sobre todo en Colombia. A los 38 años fui nombrado director del Centro de Resolución de Conflictos Internacionales de la misma universidad.
Parecía que había logrado unir propósito y carrera. ¿Podía pedir más? ¿Acaso no era esa la fórmula de la plenitud?
Pues no.
La máscara: vivir para agradar y buscar validación
No quiero menospreciar las intenciones que me movían: eran sinceras. Pero también estaban teñidas de ego.
Mi activismo era, en parte, el deseo de proyectar una imagen positiva y altruista. Una máscara que me servía para disimular mis miedos, inseguridades y heridas.
Vivía buscando validación. Quería que quienes yo consideraba importantes me reconocieran, me aplaudieran, me promovieran. En italiano lo llaman fare bella figura: dar buena impresión.
Necesitaba cumplidos, ser tenido en cuenta, pertenecer a círculos influyentes. Sufría cuando no me consideraban o me rechazaban. Por eso me convertí en un complaciente profesional.
No soportaba la crítica. Una observación que amenazara mi imagen bastaba para volverme irritable.
¡Cuánta energía gasté en sostener y defender una imagen falsa de mí mismo!
Hasta que todo se derrumbó. Ya no podía sostener la máscara. [Lo conté en mi Bitácora de la semana pasada.]
El fondo de todo era que quería cambiar el mundo externo sin tener la valentía ni la claridad de mirar hacia dentro, al abismo que habitaba en mí.
Ese abismo me aterraba. Recuerdo, por ejemplo, el pánico que me daba la idea de ir al psicólogo. ¿Qué tal si descubría mi simulación?
Quitarme la máscara y comenzar el viaje interior
Fue entonces cuando decidí quitarme la máscara. Empecé a preguntarme: ¿quién soy de verdad?, ¿Por qué hago lo que hago?, ¿Qué vida quiero vivir realmente?
Así comenzó un largo periodo de experimentación, decisiones y contemplación. Las respuestas no llegaron de inmediato. No podían ser solo fruto de una reflexión racional; necesitaban nacer de un proceso profundo de autoconocimiento.
Fue un camino doloroso. Tuve que mirar mi sombra, reconocer limitaciones y traumas, aceptar rasgos de mi personalidad que no me gustaban.
Me replanteé la vida por completo. Dejé de buscar afuera y volqué la mirada hacia adentro.
Me atreví a iniciar un psicoanálisis. Aprendí a meditar con un maestro zen y un jesuita. Me acerqué al desarrollo personal.
Y lo que al principio fue doloroso, con el tiempo se reveló como fuente de sabiduría. Descubrí que mi sombra era también maestra.
Hoy, mirando atrás (hace casi veinte años), puedo decir que ese fue el inicio de mi camino hacia la soberanía personal.
La soberanía personal es, ante todo, una expansión de la consciencia. Nace del reconocimiento de las trampas del ego, pero florece en la autenticidad del ser. Es el descubrimiento del Yo Superior, la conexión con lo divino y con lo más verdadero de nosotros.
Es vivir la vida en nuestros propios términos. Ver en dependencias, errores y fracasos una invitación a crecer y evolucionar.
La soberanía no es una meta final; es un proceso que dura toda la vida. Un viaje sin distancia.
Porque no se trata de llegar a un destino, sino de despertar cada día un poco más. [Escucha aquí mi primera charla de la serie sobre Soberanía Personal]
Y, paradójicamente, es la forma más genuina de aportar al mundo. Porque el mundo exterior no es más que el espejo de nuestro mundo interior.
Las guerras, los conflictos, las desigualdades son reflejos de lo que cada uno lleva dentro y proyecta hacia afuera.
Si cambiamos nuestro mundo interior, cambia también el mundo que proyectamos.
¿Dónde empezar?
Con un primer paso sencillo pero decisivo: reconocer y abrazar la incomodidad existencial que sentimos —ese malestar hecho de miedos, ansiedad, insatisfacción o incluso depresión.
Detrás de esas emociones, el inconsciente nos envía señales preciosas. Esa incomodidad es, en realidad, una invitación al despertar.
Hace poco, a un amigo que vive una fuerte ansiedad y episodios de depresión, le pregunté:
—¿Y si todo esto no fuera un castigo, sino una invitación a un despertar espiritual, a una expansión de tu consciencia?
Creo que de eso se trata.
Hoy, mirando atrás, sé que ese fue el inicio de mi camino hacia la soberanía personal.
La soberanía personal: más que una meta, un camino
Porque la soberanía no es una meta que alcanzas de una vez para siempre; es un proceso, un viaje interior que dura toda la vida. Es el despertar progresivo de tu consciencia, el descubrimiento de tu autenticidad y la reconexión con tu ser más profundo.
Y quizás tú también lo estés sintiendo. Tal vez, por fuera todo parece estar en orden, pero por dentro vives con una inquietud que no sabes nombrar. Tal vez llevas tiempo sosteniendo una máscara, buscando validación, mientras algo en ti pide un cambio.
Esa incomodidad, esa ansiedad, incluso esa sensación de vacío, no son errores. Son invitaciones. Señales de que ha llegado el momento de un despertar.
Imagina cómo sería vivir en tus propios términos. Sentir paz en medio de la incertidumbre. Reconectar con tu autenticidad, transformar tu crisis en fuerza creadora y proyectar un mundo distinto desde tu interior.
Una propuesta: transformar tu crisis en soberanía personal
Ese camino no tienes que recorrerlo solo.
Por eso, si estás en un momento de quiebre existencial, te invito a tener una conversación generativa conmigo. Será un espacio seguro para descubrir la invitación que la vida te está haciendo y comenzar a escribir una nueva página de tu historia.
Haz clic aquí y reserva tu sesión hoy mismo. El mejor momento para empezar a liberarte de la máscara y dar un paso hacia tu soberanía personal es ahora.
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Aldo Civico es autor, mentor y maestro en el arte de acompañar procesos profundos de transformación. Ha asesorado a líderes, artistas y agentes de cambio en todo el mundo. Es doctor en antropología, profesor en universidades como Columbia y experto en neurociencia del bienestar, epigenética, sanación emocional y liderazgo consciente.
Pero ante todo, Aldo es un viajero del alma.Alguien que ha caminado por dentro y por fuera.Que ha estado en trincheras y en templos, en crisis y en cumbres.Y que escribe La Bitácora Interior no para enseñar, sino para compartir lo que ha vivido, lo que sigue aprendiendo, y lo que —en el fondo— todos necesitamos recordar.
Su lema: Tu destino es brillar.
Su práctica: acompañarte a volver a ti.