El ego como obstáculo: cómo reconocerlo, integrarlo y vivir más libres
La reciente enfermedad me hizo reflexionar sobre la realidad del ego, su importancia, sobre cómo relacionarnos con él, para que no domine nuestra existencia. Te comparto algunas prácticas.
Antes de comenzar…
Esta no es una publicación más en tu bandeja de entrada. Es un momento para ti. Una pausa sagrada en medio del ruido. Un espacio donde recordamos que el trabajo más importante no es el que hacemos allá afuera, sino el que hacemos adentro, con nosotros mismos.
Aquí no hay fórmulas. Solo verdad, presencia y práctica.
Desde hace un mes, he estado lidiando con una enfermedad que irrumpió en mi vida sin previo aviso y que, poco a poco, también se va desvaneciendo. Sin embargo, su presencia —esa fiebre que no me dejaba, esa debilidad que me quitaba la fuerza de abrir una botella— me obligó a mirar hacia adentro con honestidad.
El cuerpo, cuando se expresa de esta manera, no hace concesiones. No puede actuar, no puede ocultar su verdad. Solo puede desnudar lo que realmente es.
Durante esos días en los que la gripe del alma se entrelazaba con la dolencia física, recordé algo que Enric Corbera me había escrito cuando se enteró que estaba hospitalizado: “La debilidad desmonta la armadura del ego.”
Tiene razón Enric. Lo experimenté. Hay instantes en los que uno no puede sostener la imagen que proyecta, su control o su ritmo habitual. Y entonces, la verdad emerge: detrás de la armadura, detrás de la fachada del personaje, se revela un ser humano frágil, cansado y viviente.
La enfermedad, más que un mero obstáculo en mi camino, se transformó en un espejo que reflejaba mis verdades más profundas.
El mayor obstáculo
Acompañar a líderes empresariales, emprendedores, deportistas, artistas y ejecutivos de alto nivel me ha revelado algo que también he observado en mi propia experiencia:
El principal obstáculo para alcanzar nuestra mejor versión no es la falta de talento, ni la disciplina insuficiente, ni siquiera las circunstancias adversas. Es el ego cuando toma el control.
He presenciado a ejecutivos excepcionales sabotear oportunidades por temor a no lucir infalibles. He visto a artistas perder su habilidad al intentar cumplir con las expectativas de los demás. He sido testigo de emprendedores que se desgastan tratando de mantener una imagen de éxito que en realidad no sienten. También me he encontrado a mí mismo forzando la vida, como si todo dependiera exclusivamente de mí.
Y siempre, tras el cansancio, el afán de control y la rigidez, surge ese viejo conocido: el ego.
Pero ¿qué es realmente el ego?
No es —como se suele decir— un monstruo narcisista que debemos erradicar de raíz. Desde la perspectiva de la psicología profunda, el ego se revela como la estructura fundamental que organiza nuestra identidad consciente: es aquello que creemos ser, lo que afirmamos con un “yo soy”, y la imagen que proyectamos al mundo para sobrevivir, para sentir que pertenecemos y para ser reconocidos por los demás.
El ego actúa como la interfaz a través de la cual nos presentamos ante el mundo exterior. Es indispensable: sin él, no existen límites, no hay un sentido de individualidad, ni una dirección clara en nuestras vidas.
El verdadero problema no radica en poseer un ego, sino en quedarnos atrapados en sus confines, convencidos de que somos únicamente el personaje que hemos creado para eludir el dolor, la vulnerabilidad o el rechazo.
Carl Jung describiría al ego como la pequeña isla desde la cual intentamos gobernar el vasto archipiélago de la psique humana. Y Marie-Louise von Franz complementaría esta visión al señalar que todo lo que el ego se niega a reconocer —esas heridas profundas, talentos reprimidos, temores, deseos ocultos y sombras— no desaparece por arte de magia: se esconde en la penumbra y ejerce un control sutil desde su oscuridad.
Cuando el ego toma las riendas, la vida se siente limitada y contraída. En contraste, cuando el ego se convierte en un servidor, la vida se expande, floreciendo en nuevas posibilidades y experiencias.
¿Y cuándo el ego se vuelve un problema?
Cuando siente la necesidad de tener siempre la razón, como si su valía dependiera de ello.
Cuando se ofende por el más mínimo desaire, como un niño que se siente herido por la indiferencia.
Cuando nos persuade de que debemos demostrar nuestro valor, impresionar a los demás, sobresalir por encima de la multitud.
Cuando teme mostrar fragilidad, como si la vulnerabilidad fuera un signo de debilidad.
Cuando no tolera pronunciar la frase “no sé”, como si admitir la ignorancia fuera una traición a su imagen.
Cuando construye una identidad rígida—“yo soy así”—que se convierte en una prisión de autoexigencia.
Cuando confunde el verdadero valor personal con el reconocimiento externo, buscando constantemente la validación ajena.
Cuando nos empuja a compararnos con los demás, a competir sin descanso, o a justificarnos ante un espejo que nunca se satisface.
El ego se transforma en un enemigo formidable cuando toma decisiones impulsadas por el miedo: el miedo a perder estatus, afecto, control y admiración. Y cuanto más miedo siente, más ruido produce, como un motor que no cesa de rugir.
Thomas Merton lo llamaría el “yo fabricado”: ese personaje que intenta sostenerse a base de tensión, autoexigencia y rigidez, como un titiritero que controla cada movimiento. Tara Brach diría que el ego se alimenta cuando la vulnerabilidad se convierte en una amenaza inminente, un monstruo que acecha en la sombra. Nietzsche, con su radicalidad, lo describiría como la máscara que nos impide alcanzar nuestro verdadero ser, ocultando lo que podríamos llegar a ser en esencia.
La enfermedad me lo reveló con una claridad abrumadora: cuando la fuerza se desmorona, la máscara también cae. Y lo que queda, sorprendentemente, es una verdad más auténtica, una esencia despojada de las ataduras del ego.
Entonces, ¿cómo relacionarnos con el ego de manera sana? ¿Cómo convertirlo en un aliado en lugar de un tirano?
No se trata de eliminar el ego. Se trata de ponerlo en su lugar. El ego es un instrumento, no el director de la orquesta. Es el mapa, no el territorio. Es la fachada, no la casa.
La relación sana con el ego ocurre cuando:
Podemos observar nuestros pensamientos sin creerlos todos.
Aceptamos que no somos perfectos.
No necesitamos demostrar nada.
Podemos pedir ayuda sin sentir que perdemos valor.
Permitimos que la vulnerabilidad sea parte del camino.
Reconocemos emociones sin avergonzarnos.
Elegimos la autenticidad sobre la performance.
Cuando esto sucede, el ego se relaja. Y aparece algo más profundo, más silencioso, más real. Un Yo que no necesita defenderse ni justificarse. Un Yo que solo es. Ese Yo que emerge cuando la fiebre baja, cuando el cuerpo se rinde, cuando la armadura se resquebraja y dejamos de luchar contra nosotros mismos.
Algunas prácticas simples que ayudan a conocer y domesticar al ego:
1. Observar las reacciones exageradas. La sombra habla en los extremos: cuando algo te ofende demasiado, allí hay material para mirar.
2. Preguntarte: “¿Qué estoy intentando proteger?” La respuesta siempre apunta a una herida más profunda.
3. Practicar el silencio diario. En la quietud, el ego pierde fuerza y surge el Yo auténtico.
4. Nombrar los miedos sin juzgarlos. La compasión es el antídoto más poderoso contra la rigidez del ego.
5. Dejar de compararte. Cada comparación alimenta la ficción del yo insuficiente.
6. Practicar el método RAIN de Tara Brach. Reconocer, permitir, investigar, nutrir. Una brújula para abrazar nuestra sombra sin miedo.
7. Agradecer cada vez que la vida te rompe una armadura. A veces el cuerpo se debilita para que el alma respire.
Hoy, mientras recupero mis fuerzas, comprendo algo que antes me eludía: no hay sanación sin honestidad. No puede haber autenticidad sin sus sombras. No hay libertad sin deshacerse de la máscara.
Y a veces —qué irónico— es nuestro propio cuerpo el que nos guía de vuelta al camino. Es la fiebre la que derrite la fachada. Es la fragilidad la que nos recuerda quiénes somos cuando dejamos de fingir. Porque, en el fondo, la vida siempre intenta que volvamos a nuestro hogar. A ese espacio donde el ego ya no tiene control… y finalmente podemos ser.
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Aldo Civico es autor, mentor y maestro en el arte de acompañar procesos profundos de transformación. Ha asesorado a líderes, artistas y agentes de cambio en todo el mundo. Es doctor en antropología, profesor en universidades como Columbia y experto en neurociencia del bienestar, epigenética, sanación emocional y liderazgo consciente.
Pero, ante todo, Aldo es un viajero del alma. Alguien que ha caminado por dentro y por fuera. Que ha estado en trincheras y en templos, en crisis y en cumbres. Y que escribe La Bitácora Interior no para enseñar, sino para compartir lo que ha vivido, lo que sigue aprendiendo y lo que —en el fondo— todos necesitamos recordar.
Su lema: Tu destino es brillar.
Su práctica: acompañarte a volver a ti.



